El tiempo no cura la herida de la pérdida, solo te enseña a vivir con el ardor en el pecho. A sonreír a través del mar de tristeza.
Han pasado años desde mi pérdida más grande pero su falta no se achica, si no que se va agrandando. Se acumulan las cosas que no les puedo decir, miles de historias que no van a escuchar y de las que no serán parte. Pasan aniversarios que no celebran mis logros o los hitos felices de mi vida, si no que marcan otros 365 días donde me guardo todo lo que sería de ellos dentro. ¿Qué hago con tanto? no me da el corazón para seguir almacenando cosas que solo juntarán polvo en mi.
Hay voces que no volveré a oír, risas que no me harán alivianar el pecho, olores que no volveré a reconocer, caras que no veré envejecer. Están inmortalizados en mis sentidos. Se ganaron un lugar permanente en mi, nada igualará el sentir a esas personas.
Los días que me encuentro con sus recuerdos en todos lados desespero porque siento que me ahogo. Siguen doliendo los lugares donde retrocedo en el tiempo a algún momento que compartimos y por más que me quiera quedar ahí, no puedo. La muerte me privó de compartir con quien amo, me arrebató la posibilidad de reír una vez más acompañada.
Tal vez deba aprender a soltar el anhelo de que vuelvan a mi, después de todo, es un anhelo sin fin. No puede volver a pasar por la puerta quien murió pero a veces me gusta creer que si lo deseo lo suficiente, me despertaré de esta pesadilla llamada duelo.
No sé quién es más egoísta, si la muerte o yo: ninguna de las dos quiere soltarlos.